El
latín es una de las lenguas pertenecientes a la así llamada familia del INDOEUROPEO.
Era el idioma hablado en el Imperio Romano, acaso el más grande que conociera
el pasado, y que en un momento dado absorbió buena parte de los territorios que
Alejandro Magno hubiera conquistado para occidente.
De
él tenemos, lamentablemente, registros escritos muy posteriores al de sus
lenguas hermanas el griego y el sánscrito.
Sabemos
que la lengua de Roma tenía dos expresiones: una, culta, utilizada por los escritores, que recibía el nombre de “sermo
urbanus” (lo que hoy llamamos “latín clásico”); otra, popular,
usada por los plebeyos, colonos y soldados, que se denominaba “sermo
rusticus”. La primera tiene algo de convencional y mantiene casi
invariablemente sus formas; es el idioma escrito
clásico y literario; la segunda, en cambio, más viva y espontánea, es el
lenguaje hablado, que ofrece formas cambiantes según la época y el lugar.
Esta
lengua es la que usan los legionarios y comerciantes que se instalan en las
Provincias del Imperio, de ahí que en cada una de ellas el latín que los
nuevos súbditos aprenden sea distinto y dé lugar, a través del tiempo, a
idiomas diversos (neolatinos, románicos o romances).
Además
de la variabilidad de la lengua originaria, completan esta diferenciación las lenguas
indígenas que se hablaban antes de la implantación del latín, y que
motivan un influjo fonético sobre el nuevo idioma (el “acento”), la mayor
o menor intensidad de penetración lingüística o cultural de Roma en esa
zona (la clase de relación que mantuvieron la provincia y la metrópoli y la época
de esta relación), así como las influencias
lingüísticas posteriores que aportan a cada lenguaje románico nuevos
elementos.
Es
sumamente difícil estudiar el “sermus rusticus” o latín hablado o vulgar,
dado que casi no existen de él textos escritos, pero podemos conocer en parte
el lenguaje popular gracias a los errores de ortografía que reflejan una
pronunciación distinta de la culta, o las formas incorrectas que los gramáticos
condenan en sus libros (y, que son, por supuesto, las que el pueblo usa), o
mediante al comparación de vocablos las lenguas romances, cuya evolución sigue
reglas conocidas, pudiendo reponer el supuesto vocablo del latín hablado que
los originó.
Sin
embargo, debe aclararse que los dos ámbitos lingüísticos “culto” y
“vulgar” no pueden considerarse en forma independiente, dadas las naturales
y constantes influencias mutuas. Pero podemos distinguir “cultismos” y
“vulgarismos” en virtuales series paralelas derivadas del mismo vocablo
latino, en el primer caso, por incorporación directa y deliberada (por
motivos ideológicos o estéticos), en el segundo por el lentísimo proceso de
evolución de cada romance de acuerdo con reglas fijas, tales como:
speculum
espéculo
espejo
capitalem
capital
caudal
coagulum
coágulo
cuajo
captare
captar
catar
collocare
colocar
colgar
laborare
laborar
labrar
frigidum
frígido
frío
strictum
estricto
estrecho
Cuando las legiones romanas
pusieron su planta en la Península Ibérica, constituían u conjunto de pueblos
divididos y de culturas dispares. Roma les dio la unidad, legislativa, lingüística
y, eventuamente, cultural. En el siglo I DC se usaban en la Península variedad
de lenguas y alfabetos distintos documentados en inscripciones, por lo menos
tres alfabetos diversos con influencias griegas y púnicas. Estos idiomas fueron
desapareciendo a medida que se iba intensificando el uso del latín.
La zona vasco-cantábrica,
costó mucho de dominar, y en realidad, no mantuvo en ella Roma un dominio
estable. De ahí que el País Vasco conserve todavía su lenguaje característico
, que es el único idioma de la Península que no pertenece a la familia románica,
y, quizás, tampoco a la indoeuropea.
Por
ejemplo, se considera de origen ibérico la tendencia a suprimir la f.
En efecto, el vasco es muy reacio a pronunciar esta letra (al punto de que
pronuncia “pantasma”, “pigura”, “Pernando”). De ahí que irradie
esta tendencia, haciendo que el incipiente castellano se diferencie de los demás
romances peninsulares precisamente en la sustitución de la f
por la h, primero aspirada (j
suave), y después muda.
Repecto
de la influencia griega, cabe notar que la influencia es mínima: en tiempo de
Justiniano se constituye un efímero domino griego en la costa oriental de la
Península, y durante toda la Edad Media la corona de Aragón mantiene contacto
con Grecia. Pero los vocablos helénicos llegan a través de los romanos, y
posteriormente, en el Renacimiento, que ve en lo greco-latino una fuente de
ennoblecimiento del lenguaje, se acuña terminología científica (geo-grafía,
fisio-logía, etc.) y cultista.
Durante
cerca de ocho siglos España (Hispania)
permanece unida al destino de Roma. Cuando, al llegar el siglo V DC, los pueblos
del Norte de Europa ponen en peligro la integridad del Imperio, la fusión
hispano-romana es un hecho. Las invasiones de dichos pueblos del Norte son
reducidas y, por lo tanto, no desplazan materialmente a los pueblos
hispanorromanos. Por otro lado, los dominadores son culturalmente inferiores a
los vencidos, con lo que la lengua latina no sólo continúa, sino que a la
larga, es adoptada por los mismos pueblos destructores del Imperio. La fusión sólo
fue retrasada por la diferencia religiosa (arrianos los invasores, mientras los
hispanorromanos seguían fieles a la Iglesia romana), pero a fines del siglo VI
se produce la unidad religiosa, política y cultural.
Lo
que podríamos llamar el primer período de incorporación del germánico al latín
(fusión germinal del romance) se da a través del mismo latín por medio de los
escritores romanos, ya que en los primeros siglos de la era cristiana el latín
admitió barbarismos procedentes del Norte (“arenque”, “bandera”,
“yelmo”, “burgo”, “arpa”, etc.).
El
segundo período de incorporación se produce con la irrupción de los pueblos
germánicos en la Península (suevos, alanos, vándalos asdingos y silingos,
estos últimos ubicados en el Sur, que sería por ello llamada [V]andalucía). Cuando se crea una monarquía visigótica unificada
alrededor de la Corte que reside en Toledo, ya hay una cierta unidad lingüística,
un romance embrionario, que incluye
nuevos vocablos de origen germánicos, referidos a la organización militar
(“guerra”, “espuela”, “tregua”, “guardia”), a nombres geográficos
(“Cataluña” < Gotoalunia) y de persona (“Alfonso”, “Ramiro”,
“Elvira”, “Guzmán, “Gonzalo”), etc. Este romance ofrecía en general
los rasgos que hoy son privativas del catalán y del gallego, es decir que las
formas dialectales castellanas que estuvieron luego destinadas al predominio
peninsular (el español moderno) son, históricamente, más tardías.
Trescientos
años después de las primeras invasiones germánicas aparece un nuevo factor en
la Península que habrá de permanecer por ocho siglos: la invasión musulmana
(de 711 a 1492). Riadas de pueblos diversos (árabes, bereberes, almorávides,
almohades) traen como signo común la unidad religiosa, encendida por Mahome en
el siglo VII DC, y la unidad lingüística, constituyendo un fabuloso imperio
que va desde la India hasta Marruecos.
Mientras
Europa fraccionaba sus idiomas, la lengua común árabe actuó de elemento
transmisor de cultura: la toma de Alejandría en 641 permitió a los musulmanes
el conocimiento y traducción de las obras principales de la sabiduría griega
que Europa había olvidado (en el siglo XI fue creada la famosa Escuela
de Traductores de Toledo para transmitir a Europa la antigua cultura
greco-oriental conservada por los árabes).
El
árabe es de constitución completamente distinta de la de los idiomas latinos y
germánicos, no perteneciendo siquiera a la familia indoeuropea, sino a la hamito-semítica.
Su gramática es muy simple, y su morfología está basada en el valor de grupos
consonánticos raíces, a las que la vocalización o los afijos dan distintos
significados afines. Por ejemplo, la raíz grb
significa “idea de Occidente”, y de esta raíz surgen distintos
vocablos, como Megreb y Algarbe (tierras de Occidente), algarabía
y el catalán garbí, viento del
sudoeste, todos ellos caracterizados por tener el mismo grupo consonántico grb.
La
invasión musulmana, como la visigótica, no produce la anulación del idioma
románico, sino que, por el contraririo, en los territorios ocupados continúan
viviendo los cristianos sometidos a mozárabes,
que conservan el idioma durante muchos siglos. Pero a pesar de los esfuerzos
heroicos del elemento mozárabe pro mantener la tradición romance, es evidente
que la cultura musulmana se impone por su calidad y abundancia, en contraste con
la vida miserable y precaria que llevaban los estados del Norte. E, irradiada
hacia los territorios cristianos, Córdoba aparece como el centro cultural de
España, de extraordinaria influencia en las artes de la construcción y del
ornato, en las moda y en las costumbres.
El
vocabulario español se enriquece asimismo con aquellas palabras árabes que
significan formas de organización o de trabajo, que son privativas del invasor,
sea en el campo militar (alférez, adarga,
algara, alcaide, alcázar, almena), de los oficios (alarife, albañil, albéitar, alfarero, alfayate), la agricultura (aceña,
acequia, alcantarilla, albaricoque, algarrobo, altramuz) o los instrumentos
(añafil, atambor, adufe, rabel, ajabeba).
Su
influencia también es importante desde el punto de vista morfológico: el artículo
al, se encuentra en la mayoría de las
incorporaciones léxicas; en los casos en que el artículo al
queda reducido a a (acequia, añafil), se trata de una regla gramatical árabe que
persiste en el español, según la cual la l
del artículo se pierde delante de ciertas consonantes. Asimismo, es característico
el sufijo -í para ciertos adjetivos (osmanlí,
bengalí, aceituní, turquí); otros vocablos, no considerados hoy como
adjetivos, conservan este sufijo originario (guadamecí,
maravedí, alhelí).
Desde
el punto de vista fonético, es característica la influencia árabe en la
transformación en j de la s
inicial de algunas palabras latinas: sepia
> xibia > jibia; sericam >
xericam > jerga; tanto más interesante por cuanto el sonido j
es característico del español y único en las lenguas romances.
También
es visible la influencia sintáctica, caracterizada por la frase simple,
constituida por oraciones coordinadas que se enlazan por la conjunción et (y), repetida incesantemente.
Durante
la Reconquista, será decisiva la influencia de Castilla, creadora de un idioma
original y nuevo que anula, con prodigiosa rapidez, todas las formas variables e
inestables que ya se consignó estaban emparentadas con el catalán y el gallego
modernos. Se caracteriza por su pérdida de la f inicial, dada su vecindad con el País Vasco (aunque recordemos
que al principio la h no es muda, sino
aspirada hasta el siglo XVI, y todavía hoy en Andalucía -juerga
en vez de huelga- y en algunos países hispanoamericanos, tales como Argentina
-los gauchescos juerte, juente, en vez
de fuerte, fuente-). Asimismo, por la
transformación de la ll en j,
única en los idiomas romances, la pérdida de la g
y j iniciales (germanum > hermano, januarius
> enero, giniesta >
hiniesta), la conversión de ct y ult en ch (pecto
> pecho, multum > mucho), la
resolución de los diptongos au >
o, ai > e (tauro > toro, carraira >
carrera) y la diptongación de la e y o
tónicas breves en ie y ue (petram
> piedra, fontem > fuente). Todos estos rasgos, remarcamos, no son
compartidos por los otros idiomas romances peninsulares, tales como el catalán
y el gallego.
Se
produce entonces en la región cántabra, que por sus numerosos castros y
fortificados era llamada Castiella, y en seguida, Castilla,
un nuevo idioma romance vehículo de expresión de un pueblo en expansión
que, de mero condado dependiente de León, pasa a ser el eje conductor de la
Reconquista y el creador de la España unificada, motivo por el cual el castellano
será identificado con el español moderno. Este idioma irá desalojando a
todas las otras variantes peninsulares, constituyéndose en el idioma imperial
que será luego prestigiado por las grandes figuras literarias de los siglos XVI
y XVII. Paralelamente, la colonización abrirá nuevos espacios de poder
militar, religioso y, hasta la fecha, lingüístico.
Podría
decirse que el romance peninsular estaba constituido ya en el siglo IX, si bien
los documentos del siglo XII recién lo reflejan plenamente (la demora fue
debida a la moda cultural latinizante impuesta a la Cristiandad por la orden
cluniacense, que restauró el uso del latín escrito). El primer “monumento”
literario es el Poema del Cid (1140),
puesta en escrito de la canción juglaresca, cantada por los narradores
itinerantes en el romance que todos entendían. Le siguen los “mester de
clerecía”, cuartetas compuestas por clérigos ahora en forma escrita (y no
una puesta en escrito de una composición oral). Luego aparece la prosa
literaria propiamente dicha, vehículo de erudición o de cultura cuyo impulso
es debido al ímpetu imperialista de Alfonso el Sabio.
En
el siglo XIV ya comienza a manifestarse el idioma como vehículo de autoexpresión
literaria individual (Don Juan Manuel, el Arcipreste), y en el XV, se hace
sentir la influencia del humanismo renacentista con las Universidades, el
desprecio al latín medieval en detrimento del latín clásico y de las lenguas
vernáculas, que llevaron al enriquecimiento de estas últimas con cultismos,
complicaciones sintácticas y neologismos. El Renacimiento termina con la unidad
lingüístico-cultural de la Edad Media, substituyendo la concepción unitaria y
europea del Sacro Imperio Romano Germánico por la de las concepciones políticas
nacionales, y el cambio de la cultura teológica y universal, válida para toda
la Cristiandad, por una serie de culturas parecidas o cismáticas, revelando el
triunfo de las lenguas nacionales sobre el uso ecuménico del latín. Paradójicamente,
como este movimiento tuvo su origen en Italia, muchos vocablos italianos entran
por moda directamente en el léxico español durante este período.
También a fines del siglo XV
y como reflejo de la autoconciencia lingüística referida, aparece la primera
gramática del español: la de Nebrija (1492), que se propone claramente como
instrumento para la expansión del Imperio. Durante esta expansión se
incorporan americanismos, paralelamente a los numerosos italianismos ya
referidos, así como helenismos y latinismos cultistas. El español se convierte
en “lengua
de moda” en Europa, y el gran orgullo lingüístico que caracteriza a los
letrados de esta época se verá coronado por las magníficas y abundantes
producciones del Siglo de Oro español que tanto enriquecerán al idioma. Es
entonces que se unifica asimismo la fonética (deja de aspirarse la h inicial, la s sonora se
unifica con la s sorda, se resuelve en
favor de la j la vacilación entre ésta
y la x), aproximándose en grado sumo
a su forma actual.
El siglo XVIII se caracteriza
por un retorno deliberado a la sencillez, luego de los excesos barrocos del
siglo anterior (culteranismos, neologismos, abuso del hipérbaton, conceptismo),
en el período conocido como Neoclasicismo. Al reinar la casa de Borbón,
comienzan a imponerse los gustos y modas neoclásicas francesas, con su
consiguiente incorporación de galicismos (vocablos y estilos franceses: toaleta, bufete, petimetre, corsé, equipaje). La búsqueda del “purismo”
en el español lleva a la creación de la Real Academia Española bajo el lema
“limpia, fija y da esplendor”, que poco después publica su primer Diccionario,
y, más tarde, su Gramática,
unificando las reglas ortográficas: es un momento de ordenación y estudio.
El
Romanticismo del siglo XIX trae un interés por lo popular en la literatura: ya
no preocupa el purismo, sino el tipismo, es decir, las locuciones pintorescas de
la plebe para dar interés a los relatos o canciones populares (folklore). El
costumbrismo enriquece el lenguaje literario al intentar reflejar las costumbres
y maneras de hablar de las gentes del pueblo. En la segunda mitad del siglo, la
moda naturalista intenta reflejar minuciosamente la realidad con un lenguaje
preciso y exacto, pese a los experimentos de los poetas modernistas, que aportan
nuevos vocablos por invención o derivación (laxitud, efusión, exótico, gemar -brillar como una gema-). La
reacción contra el lenguaje retórico e hinchado del romanticismo sigue durante
el siglo XX (sobre todo en la llamada Generación
del Noventa y Ocho), y gradualmente se intensifica la presencia de numerosos
barbarismos, casi todos procedentes del inglés (anglicismos), cuyas fuentes más
copiosas son el deporte y el cine, y, modernamente, la tecnología y las
comunicaciones.
En la República Argentina,
las diferencias más hondas con el resto de los países hispanoparlantes atañen
mucho más al lenguaje hablado que al escrito, más al vocabulario y a la fonética
que a la sintaxis y a la morfología. Como todo el resto de la América hispana,
siguió solidariamente la transformación consonántica de fines del siglo XVI.
La diferencia entre b oclusiva y v
fricativa, ambas bilaterales, desapareció; análogamente se ensordecieron z,
s y las cuatro sibilantes s, ss,
ς y z se redujeron a una s
de articulación varia (el habla de Santiago del Estero conserva una s tensa
de influencia quichua). El sonido común de j
y x dejó de ser palatal para transformarse en velar, y la rr
(vibrante) se mantiene en la Capital y en las zonas litorales, pero ha
pasado a ser fricativa sibilante en la zona de influencia influencia correntina.
El yeísmo
y el seseo son fenómenos
generales a todas las clases sociales, y ambos tienen en América desarrollos
independientes a los de españa. La ll
se conserva en algunas zonas del nordeste y noroeste, pero el litoral, el centro
y el oeste del país son yeístas, con
diferencias acentuadas: en tanto que en Buenos Aires y el litoral el sonido se
aproxima a la g italiana, en las otras
zonas es palatal con alguna relajación. La s se asemeja al sonido andaluz.
Tal como en el Uruguay,
Paraguay, América Central y alguna zona del sur de Méjico, el vos
se ha impuesto al tú en la lengua
general (voseo). El resto de América
oscila entre la adhesión absoluta al tú
y la alternancia del tratamiento. Las carácterísticas regionales mantienen el
desorden de la concordancia: en Argentina vos se utiliza con verbo en singular,
con pronombres y posesivos de segunda persona. Desde el punto de vista morfológico
y sintáctico, son frecuentes las sustituciones de formas verbales simples por
perifrásticas (frases verbales), particularmente en el futuro (voy a ir, en vez de iré),
el abundante uso de aumentativos y diminutivos, la clásica proscripción de la
pasiva y el restringidísimo uso de las formas del subjuntivo, particularmente
las del futuro. Por influencia italiana se construyen las oraciones
condicionales con verbo en potencial y
no en subjuntivo.
El espíritu de conservación
de vocablos arcaicos españoles característico de América no tiene excepción
en la Argentina: lindo, liviano, pollera,
promete. A la inversa, son frecuentes los neologismos verbales son
frecuentes (homenajear, actualizar,
auspiciar, ovaconar, estabilizar). También sobre el vocabulario es que
ejercen su casi única influencia las lenguas indígenas. En cuanto al sistema
de tratamiento (palabras vocativas), hasta los últimos años del siglo XIX la
estrecha relación entre la ciudad y el campo determinó una identidad de formas
de tratamiento (tata, mama, amigazo, mozo,
patrón, cuñado). Μás
tarde, hacia el segundo decenio del siglo XX empieza la influencia del arrabal,
ambiente urbano pero de transición entre el campo y la ciudad, suma de formas rústicas
y vulgares que, con su prestigio, propagó por la ciudad
modos de tratamiento (pibe, pebete, mina).
La influencia del arrabal pudo estar ligada a una moda literaria (es el momento
del auge del tango) que valoró aquellas formas y facilitó su incorporación al
habla urbana. Además de la influencia fonética y léxica del italiano en el Río
de la Plata que supuso la gran masa inmigrante presente a principios del siglo
XX (50% de la población de Buenos Aires era italiana), una forma más
especializada de influencia se hizo notar mediante la presencia y posterior
incorporación del lunfardo, argot arrabalero y al principio característico de
la delincuencia, que fue luego valorado y en asimilado en grado sumo a la lengua
coloquial general, de nuevo, vía el tango.