“Los astrólogos asesinos”. Un grito de libertad

frente a la política del engaño y la manipulación

Por  Sergio Elías Zillo
 

(Sergio Elías Zillo es escritor y gestor cultural, actualmente Secretario de la Fundación Museo Histórico de La Boca, y fue uno de los primeros lectores de la obra antes de que ésta entrara a imprenta)

 

 

    “Los astrólogos asesinos” del multifacético artista, autor, director, etc. Jerry Brignone es, desde su concepción primera, una obra clásica. Su dramaturgia participa fundamentalmente de un concepto de teatro occidental, como sería el de sus orígenes en la Grecia antigua, todavía no separado, distanciado y olvidado de su condición cultual, del teatro como un ritual de sacrificio, como corresponde al de la centralidad de un culto. Así, la celebración del espectáculo teatral, en esa ofrenda capital del sentido de lo real que reemerge para volver al equilibrio y la armonía de lo humano, no es sino un ritual de purificación y de catarsis (κάθαρσις).

 

    La obra participa igualmente de los principales lugares comunes de la moderna psicología y del psicoanálisis contemporáneo, en tanto éstos encuentran también importantes elementos de su origen en las mitologías de aquellos antiguos mundos, sin lo cual no se entendería su concepción del espectáculo como purga para el vómito de los malos humores y la catarsis sanadora. En casi todos los casos de los personajes de la obra se opera su liberación apoteótica final, o toma de conciencia de sí e individuación, solamente a partir del regreso de lo reprimido. Sin embargo, para los contextos planteados en la obra, el agente de represión no es primeramente un aparato “superyoico” tan solo a nivel individual, sino más bien un orden social y político que oprime desde sus presupuestos y discursos hegemónicos.

 

    Es por esto que, por un lado, se puede decir que “Los astrólogos asesinos” es una obra de teatro manifiestamente política, y por otro lado, que no se trata tampoco, en el mismo sentido, de lo que se puede encontrar fácilmente en el juego de apariencias de la familia discursiva de los buenismos bienpensantes y del llamado falso progresismo. Es justamente el desenmascaramiento de esa falsedad hipócrita, de los discursos pseudoizquierdistas de régimen político, de los pseudocientificistas de institución académica, o de los pseudoespiritualistas de religión mayoritaria, lo que constituye la operación del procedimiento catártico en los distintos personajes, todos los cuales son llevados a su liberación o a su verdad.

 

    La trama de la obra se constituye de una variedad de otras tantas historias que se van hipostasiando en una diversidad de escenas, produciendo efectos hiperbólicos múltiples, por los que las significaciones de los distintos planos escénicos logran invadirse mutuamente. Estos planos, como lugares y tiempos, en que trasciende la multitud de escenas breves, transcurren en la Buenos Aires del siglo XXI, en la Berlín del siglo XX, y en la París del siglo XVIII, siguiendo diferentes narraciones, quizás unidas por un hilo común, o no, a cargo del receptor del mensaje, lector o espectador.

 

    En el presente del siglo XXI de la Ciudad Autónoma ocurren tal vez los “locus” del drama más importantes o centrales de la obra, habitados por personajes de diversas condiciones sociales y personales. Están los asistentes, de manera presencial o virtual, a un instituto de enseñanza de disciplinas que se disputan la ortodoxia, entre la psicología académica, el psicoanálisis y la alternativa heterodoxa. Entre los caracteres de la particular fauna de psíquicos, psicólogos y psiquiatras, todos neuróticos, destaca una desvirtuación de los fines manifiestos la institución, sus valores y la vocación por el conocimiento, en medio de una gran inestabilidad en las relaciones de poder y de autoridad, y por una feroz lucha de intereses entre los miembros espiritualistas, absolutamente materialista.

 

    El ápice de todo esto lo notamos en el cínico personaje de Andrea, cual es el único de la obra que realiza su aparente apoteosis de liberación de manera técnicamente satánica, o sea afirmándose en la dualidad y la existencia del mal, por la consentida comisión del mismo. Andrea Marcela Méndez manipula sin culpa, de manera psicopática, las creencias de los otros, como ser la de pacientes y alumnos incautos, en favor de ganancias pecuniarias, así como medra posiciones institucionales haciendo descarado uso de toda supuesta “corrección política” que se considere hegemónica, como para el caso del citado “wokismo”. En ella, como en casi todas las relaciones entre los personajes, se podría ver cuál es la “hybris” (ὕβρις) fundamental de la obra, que sería esta actitud viciosa, para la que no hay más causas, ni dignidad, ni derechos, ni valores, que valgan más que los intereses más personales e inmediatos. Y sería por esto que en esos mundos descriptos todo se vuelve mentira y engaño. En esta “hybris” señalada, que no podría relacionarse sino con una forma de la “anomia”, nadie cree realmente en nada, mientras continúan citando y medrando con las mismas creencias, que no se tienen, sino en el poder y el dinero.

 

    Hay también otros espacios abiertos en otros ambientes infestados de “nihilismo”, en los que las escenas producen sus propias secuencias, como para el caso del personaje de María Barrios, en donde se comprueban los mismos aspectos en un medio familiar indigente, donde se repiten el abuso de los poderes institucionales, en un contexto político populista, tanto como de los más próximos congéneres, de los que sin embargo se depende. María también da finalmente su grito de libertad, encontrando su apoteótica individuación liberadora culminante en la condición de su estirpe correspondiente a una religiosidad alternativa propia, como es el Umbanda.
 

    Otro personaje, casi suelto, de la Buenos Aires contemporánea, que ayuda a componer el cuadro general de situación, en su igual condición de precariedad, es el de Marcelo Andrés Figueroa, que suponemos como a un agente de clase media, habitante de los pasillos universitarios, con todos los padecimientos sociales y políticos de su clase. Marcelo vive siempre en la urgencia por la necesidad de financiamiento y de cómo conseguir algo de plata, como sea. Su momentum comienza a darse a partir de que realiza una aceptación irónica del régimen de corrección política del poder populista en vigencia, en el intento de integrase a un discurso que no le corresponde, con toda la saga de contradicciones de resultas. Esto solamente puede tener una propia salida, en el hallazgo que se hace en el campo político, en su debido tiempo histórico, participando así, quizás como “troll“ de una fuerza partisana, de una liberación social general, que lo identifica y eleva.

 

    Yendo hacia atrás en la historia, en una segunda estación del viaje ritual, se da la otra secuencia de escenas en la Berlín del siglo XX, en los tiempos del ascenso de otro maldito régimen totalitario. La voz del personaje de Hans, dirimiendo su destino en la soledad de un altillo, perentoriamente a salvo de las hordas fanáticas, suena casi como un estribillo de la obra, en la que estamos todos. Descontando el tiempo de una desgracia probablemente inevitable y cada vez más inminente, esa voz en off de Hans,podría considerarse casi como la conciencia de toda la obra. Finalmente, en él también habría una catarsis, en el hallazgo de una profunda verdad propia sobre sí mismo, en la concepción de un nuevo deber ser, en la no aceptación de la condición de víctima, cuando se está en la obligación de asumirse en el heroísmo, como lo exigen ciertos tiempos.

 

    Por último, o primeramente, en aquel orden de la historia, aparece otro “locus” del drama en las escenas que corresponden a la secuencia que transcurre en la París del siglo XVIII, en los cercanos días y las vísperas antes de la Revolución Francesa, donde se expresa igualmente la presencia de agencias sociales y políticas opresoras y, sobre todo, un magma reprimido a punto de explotar en su emergencia hacia la superficie, en la masa popular del caso. Los personajes de Francia, como los de Argentina, en general superan su padecimiento, menos uno, que es el del astrólogo de la corte de Versailles, André-Marie Bardon. El peor de los engaños de entre las políticas populistas y las actitudes demagógicas ante la vida es el neurótico engaño de sí mismo, a sí mismo, de quien no quiere ver la realidad de las cosas, para darse a vivir en la enajenación del alienado y la falsa conciencia. Este mecanismo de la alienación en la falsa conciencia es la base en la que se sustenta todo otro engranaje de opresión, tanto a nivel familiar, como de instituciones de la sociedad civil, tanto como en cuanto hace a las políticas de estado.

 

    La realidad social que se pinta para la Francia de finales del siglo XVIII es, como la de todos los otros “locus” del drama, de escasez e injusticia social. Estas hacen al modo, en cada caso, en que el elemento oprimido responde a la represión, desde el servicio doméstico, y sus señores, a los escritores, editores e imprenteros, y sus líderes revolucionarios, productores de formación ideológica. Es en este lugar, en que aparece en la obra la mención de la también llamada masonería, como uno de los vectores revolucionarios de la Revolución Francesa, aunque históricamente pudo no haber sido cabalmente de ese modo, en tanto las ordenes masónicas también pudieron llegar a ser muy perjudicadas en aquellos años turbulentos, de guerras y cambios. El estado de la cuestión historiográfica, dice que fue más bien la antimasonería, de elementos de la contrailustración, que quisieron endilgar tamaña experiencia del cambio social a una sola institución, donde las instituciones masónicas fueron unas agencias entre otras del fenómeno de época. Sin embargo, se puede acompañar a los lugares comunes, por lo que entendemos la presencia de la masonería como portadora de ciertos valores liberales e históricos que nos resultan arquetípicos y que están en el orden de esa liberación catártica, cantada a todo lo largo de la obra de Jerry Brignone.

 

    Otra gran característica de la obra del autor es la preocupación constante de todos, o casi todos, los personajes por su situación económica de precariedad, lo que podría resultar llamativo a quien no conociera la realidad en la que creemos que se inspira. En Buenos Aires, docentes desesperados por alguna hora más de clase, indigentes disputándose por un plan social, del que algún puntero político saca una parte, un estudiante dispuesto a vender su dignidad para ser un “troll” de cualquier ideología, al precio que sea. Esto puede estar delatando también el punto de vista personal del autor en su experiencia dentro de una sociedad que padece un régimen político populista, que por su propia dinámica de improbidad, hace reinar a la miseria general en un sistema de poder político basado en consignas vacías y simbolismos identitarios para las multitudes fanatizadas que prefieren vivir en el hambre antes que renunciar a su camiseta partidaria, en su ignorante soberbia.
 

    En todo caso, el punto de vista del autor no parece ser el de un burgués rentista que defiende sus ganancias y plusvalores. Es, más bien, el de un ciudadano de las clases medias de la moderna civilización, que en sus connotados morales tiene por obvio la defensa de los derechos individuales como presupuesto de los derechos humanos, a la vida, a la libertad de conciencia y opinión, en contra de todo régimen tiránico o autoritario, así como también a los derechos económicos, a las disposición estable de sus bienes habituales de uso o propiedad privada, en un contexto aceptable de justicia social.

 

    Todos los psicóticos manipuladores sociales, de la política de estado, de las instituciones de la sociedad civil, de la intimidad de las familias, tanto como inclusive, de la estructura interior de uno mismo, no se la pasan sino citando las buenas consignas y los mejores ideales, teniendo en la boca continuamente a la palabra ”progresismo”, para la consecución de sus intereses más insolidarios y oscuros. En la práctica del populismo y la demagogia, el uso falsario de esa palabra solamente puede ser tenido como una grave falta de respeto público y un objeto de gran consternación.

 

    La obra teatral “Los astrólogos asesinos” de Jerry Brignone nos enseña a dar un grito de libertad contra todos esos íncubos de la oscuridad y el engaño, y en todo caso, a llegar a pronunciar con autenticidad, la palabra del progreso humano, que no puede ser dada sino en el optimismo, ante la posibilidad de encontrar y manifestar la verdad de aquel sí mismo, en camino a la realización ritual de su apoteótica κάθαρσις.

 

Sergio Elías Zillo

 

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